11 de septiembre de 2011

No eran policías; eran ciudadanos de segunda

Estamos marcados por el desprecio de los de arriba hacia los de abajo y por el resentimiento de los de abajo hacia los de arriba. Escupirle al agente su condición de “asalariado de mierda” no fue la saludable arenga libertaria del que responde a los abusos policiales perpetrados, por ejemplo, en un sistema autoritario, sino el mero insulto de alguien que menosprecia a un individuo inferior.
  
Román Revueltas Retes

La infracción cometida por las tipas que agredieron a un policía en el barrio de Polanco se llama desacato a la autoridad, o algo así. No es una falta grave, según parece. Lo que sí es preocupante, por el contrario, es la facilidad con la que puedes, en México, desconocer la potestad de la fuerza pública. Después de todo, son ellos, los policías, los encargados de garantizar nuestra seguridad, ni más ni menos, y de apuntalar el respeto a las leyes.

Nadie habla, sin embargo, de lo que verdaderamente subyace tras el comportamiento de estas mujeres: no es solamente un flagrante desdén hacia la figura de un representante legal del Estado; estamos hablando, sobre todo, de la más incontestable manifestación del desprecio de clase en un país profundamente desigual (aparte de racista).
Nos cuesta trabajo hablar de estos temas porque la falacia de la unidad nacional ha sido propagada machaconamente por una clase política interesada en consagrar mitos y discursos demagógicos. Y, además, a nosotros mismos nos cuesta reconocer ciertas verdades dolorosas. Pero el gran drama de nuestro país, justamente, es la descomunal distancia que separa a unos mexicanos de los otros: somos el territorio privilegiado de las diferencias y, aunque nos pese admitirlo, no habitamos una casa común, sino un espacio hecho de cotos que no se entremezclan jamás y que, por lo tanto, no nos sirven para conformar una auténtica identidad nacional.

Estamos marcados, en esencia, por el desprecio de los de arriba hacia los de abajo y por el resentimiento de los de abajo hacia los de arriba. Escupirle al agente su condición de “asalariado de mierda”, entonces, no fue la saludable arenga libertaria del que responde, por vez primera, a los abusos policiales perpetrados, por ejemplo, en un sistema autoritario, sino el mero insulto de alguien que menosprecia a un individuo inferior; tan insignificante socialmente, de hecho, que ni el uniforme le otorga “categoría”.

Por ello mismo es que no nos despiertan gran solidaridad los muchachos de nuestras fuerzas armadas siendo que encarnan, en toda su dimensión —y su grandeza, diría yo—, al pueblo de México, usado el término en la acepción de “gente común y humilde” que nos ofrece el diccionario: las diatribas contra el Ejército, a pesar de que sigue siendo la institución más respetada de la República, no dejan de llevar ese tufo de desestimación profunda que guardan aquellos que de ninguna manera están dispuestos a identificarse con las clases bajas. Nuestro Ejército, bajo sospecha permanente desde que el poder político lo implicara en los sucesos de 1968, es el cuerpo más “popular” de la nación. ¿Es, acaso, el más entrañable para todos los mexicanos? No estoy tan seguro. Una vez más, estamos hablando de un país dividido en clases sociales que no se reconocen entre sí.

La dignificación de los cuerpos policiacos —un asunto tan urgente, por cierto, como para que al rector de la Universidad Nacional no le parezca ya indigno el ofrecimiento de que sus estudiantes se incorporen a la policía— pasa entonces por la instauración de una república de iguales, de individuos que se sientan merecedores de los mismos derechos, más allá de que lleven uniforme o de que desempeñen las tareas más ingratas que pueda ofrecerles el mercado laboral.

La empresa, no hay que aclararlo siquiera, es colosal porque la sociedad mexicana está marcada, de origen, por una desigualdad prácticamente estructural, una disparidad hecha de diferencias, digamos, raciales —el color de la piel, los rasgos de la cara o la propia estatura—, educativas —la formación en una escuela pública en oposición a los estudios en un centro de estudios privado, el dominio de idiomas extranjeros, la obtención de un título universitario, la carencia absoluta de habilidades orales o la imposibilidad de comprender un texto escrito—, y sociales —la “cuna”, el nivel económico, las relaciones con el poder, la capacidad de acceder a los privilegios, la condena de la pobreza, la falta de oportunidades, etcétera—.

El combate a la desigualdad es —y seguirá siendo, durante años enteros— la gran asignatura pendiente de este país. Mientras tanto, muchos policías seguirán agachando la cabeza.

http://www.milenio.com/cdb/doc/impreso/9024270

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